Bajando por el matorral que hay detrás de la casa de mi tía, es común encontrarse de repente con pensamientos extraños. Es cierto que nunca han sido reveladores, pero aquella invasión de ideas ajenas ha dado sentido a estos días.
Uno va caminando , resbalándose, cuando en el espacio de tiempo en que el pie derecho está levantado, nace la idea imborrable y absurda de un pájaro amarillo. Muy amarillo. Y uno lo único que desearía más que borrar la idea inútil, es tener unas botas pantaneras para no llegar tan sucio a almorzar.
Otras veces, justo cuando desplazo mi brazo por mi cara, mezclando sudor con tierra, se me ocurre que el mundo podría estar al revés y que me estoy resbalando para arriba. El pájarito amarillo es un canario. La idea sigue siendo inútil, pero la particularidad de ese instante diario, me hace perseverar.
Lo más extraño no ha pasado aun. Lo sé porque sigo aún bajando con mirada maldiciente por un momento que se que muy poco va a durar. Porque la noche no cambia. Porque aún tengo una verruga en el pulgar. Disfruto ese segundo místico y me siento iluminado. Pero siempre me desmaya la sensación posterior. La sensación de no haber comprendido.
Cuando abro los ojos, veo en el pantalón gastado que dejo colgado en la silla, el destino amargado de mi día. No lavo las botas, que sucias me auguran un motivo para volver. Bajar por el matorral pantanoso, evitar unas cuantas pringamosas y dejar que el corazón de unos cuantos tumbos, ante la sorpresa de una idea nueva y extraña. Con terror de no volver a percibir la invasión.
Sólo bajo una vez para volver a almorzar. Vuelvo a trabajar y me regreso rodeando el matorral y ese metro sagrado. Trabajo rutinariamente, esperando no romper el ritual.
Ayer que venía bajando, se me dibujó otra vez el pájaro amarillo. Tenía los ojos rojos y aunque no me dijo, me hizo entender que hoy era mi último día. No es una novedad, ya me lo dijo mi tía.