Ese día en el centro comercial se encontraron. Fueron los dos a comer hamburguesa, alentados por un impulso interno complementario al hambre que tenían y su gusto por las hamburguesas. Cada uno por su lado y cada uno con su novia.
Habían pasado ya 15 años y antes de separarse tenía 4.
Juan Miguel pasaba sus solitarios días jugando con unos carritos que le habían regalado en navidad y que cambiaban de color con el agua. También le gustaba rayar las paredes con crayola y había horas que se le pasaban contemplando las ilustraciones coloridas de una enciclopedia para niños que le regalaron al cumplir 4 años.
Un día, Juan Miguel había decidido que quería jugar con los carritos, y había decidido también que quería repasar las ilustraciones para rayarlas con sus crayolas. Así sucedió, jugó con los carritos, mientras también rayaba los libros, sintió dos impulsos que se le hacían contradictorios y siendo él de naturaleza impositiva, sin poder renunciar a ninguna de sus intenciones, se dirigió simultáneamente hacia ambos lados. No sintió nada, fue natural.
El suceso pasó sin noticia, sus padres que ese día mientras almorzaban habían decidido separarse vieron el acontecimiento como un asentimiento de aprobación por parte del destino y consideraron una gran suerte evitarse los inconvenientes de los litigios por potestad y tenerse que ver por los enredos de las visitas. Así vieron como lo más conveniente era que cada uno tomara cada una de las partes en las había quedado dividido su hijo, para llamar a uno Juan y a otro Miguel y no volverse a ver.
A sus 19 años, Juan, con su cabello corto casi a ras, se sentó a envolver la hamburguesa para poderla agarrar mejor, y Miguel que era un poco más gordo hizo algo similar. Cualquier persona que hubiera estado mirándolos hubiera notado su particular parecido.
Cuando quisieron los dos al mismo tiempo morder sus hamburguesas fue cuando se cruzaron sus miradas, y si hubieran pensado en voz alta, se les hubiera escuchado al unísono decir : "Que raro … mi hamburguesa no sabe a mostaza".