jueves, 16 de julio de 2009

Para morirse hay que estar vivo


En la entrega dada al siguiente , el de atrás advirtió con premura: somos una fila.
En el zaguán, el cuaderno abandonado sobre ripias, exhibe desconsuelo. No hay viento que pase sus ojos, ni lamentos que arrugen su vida.
Y le cuenta una historia al vacío que espera paciente. La materia y antimateria concluyen la ceremoniosa rivalidad en un callado chocar.
Así fue el día que morí.
Nadie lo tiene más claro que yo. Durante días, el remolineo de la muerte, me abstuvo de vivir en las cloacas abruptas del destino. Siempre lloro por las loras repetidas que salen de mi memoria y con la boca llena me abstengo de levantar la mano con olor a sudor. Me rasco en la cara esperando que el pisapapeles se exprese diciendo hola. Está ocupado.
Una botella, una pelota y un juguete en el que se exhibe un personaje con cachos. El tumulto se pregunta absorto sobre el destino incomunicable de su propio final. Pasan ligeras las venideras penas. Con la puerta abierta y afirmando la tersa zapatilla contra la cera, el andar cansino se convierte en giro. El sonido del rotar duerme con su cadencioso silbar. Un lapicero expone su tinta al absurdo y las conversaciones cada vez más vacìas lamentan existir ahí.

¿En dónde se ubica?. En la puerta de una puta. La grandísima hija de puta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario