lunes, 10 de agosto de 2009

Mario Bravo


No me gusta caminar y no me gustan los obstáculos. Mucho menos caminar con obstáculos. Una mañana salgo de mi casa caminando. En la puerta miro para los dos lados metiéndome las manos en los bolsillos y sin ponerme la capota. No sé si ir a lado izquierdo o derecho, decido con rapidez para no mostrar indecisión, ir hacia el frente cruzando la calle y a último momento cambiar por la derecha. Por donde sea llego. No hace frío. Saltar charcos con las manos bien acomodadas en los bolsillos es riesgoso. Caer sin el sostén de las manos es peligroso. Siempre lo pienso, nunca caigo y el pavimento esperando ansioso mi descuido para recibirme. Paso caminando por la pizzería y veo mi reflejo despeinado en la puerta de vidrio cerrada. Dos o tres problemas dan vueltas por mi cabeza tratando de solucionarse sin mi ayuda. Incoherentes y descordinadas se mezclan las ideas: dónde comprar un aguacate sin instalar soportes; dada una esfera azul, ¿cuál es la altura promedio en Lituania?. Sueño sin permiso, mi cuerpo lo ignora y en algún otro lugar apenas percibo lo que hace el resto de mí. Antes de pasar la siguiente calle, mi yo vertiginoso se aventura a imaginarme estripado por el colectivo 92. El flaco y la flaca que esperan se preguntarán uno al otro asustados que hacer y el chismoso del kiosko asomará la cabeza. Paso la calle, sigo por Mario Bravo, a la izquierda. Un problema menos, un día para sobrevivir. Una novedad menos para el tendero chino de la esquina.
Todo pasa cuando giro mi cabeza y veo el colectivo que viene. Me falta media cuadra para el paradero. Es girando la cabeza que siento que mis pies pesan. Es sintiendo que mis pies pesan que me doy cuenta que mis manos están atrapadas en los bolsillos. Me pasa el bus y con las manos atrapadas, esforzándome por levantar los pies para caminar, veo que mis zapatos se han perdido bajo el andén. Voy más lento, más pesado y andando así me comienzo a hundir. Una rubia, bajita y desordenada espera en el paradero con una maleta tan grande como la mitad gruesa de ella. Levanta la mano y detiene el bus, mi bus. Si ella me ayudara, yo podría llegar, pero a mi me da pena gritar. Estoy en un aprieto, hundiéndome, ya no veo mis rodillas y casi no soy capaz de caminar. Sería evidente el problema para quienes me vean sino me desenvolviera aparentando tranquilidad, no quiero que sientan que me tienen que ayudar. No soy problema de nadie y me sigo hundiendo; pero soy digno, estoy sólo y actúo con normalidad. Siento las piernas secas y curiosamente cómodas bajo el pavimento. Hago el ridículo , evito movimientos torpes. No quiero parecer nuevo. No estoy pensando en nadie, nadie me mira: es la actitud que pretendo. Avanzo, tanto al frente como en mi hundimiento. La rubia forcejea tratando de subir su maleta. Tal vez tenga tiempo. El andén me llega a la cintura pero siento que aún puedo avanzar. En un último esfuerzo levanto la barbilla ladeando la cabeza cuando el pavimento me llega al cuello. Ha sido mucho trabajo para llegar a subirme al bus y no tengo listas las monedas. Lo quiero tomar, pero no quiero que vean mi desespero por llegar. Cuando se ha hundido la mitad de mi cabeza, siguiendo a mi boca, decido evitar la verguenza y con el ojo que me queda paro un taxi de un guiño.

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