miércoles, 25 de marzo de 2009

Aterrizamos alrededor de las dos de la tarde. Acababa de llover. Me llevé el sombrero a la cabeza y allí lo sostuve mientras la barca se dejaba arrastrar por el viento; cantaba una melodía suave y avanzaba arrullada por su suave, propio silbido.
Él no supo más que retroceder mientras dejaba al pánico crecer sin retirar su mirada fija y escandalizada sobre el cuchillo cubierto de sangre seca.
Hacía calor y el olor resbaladiso del piso contaba historias desconocidas que se filtraban pero escabullían sobre mi conciencia desierta, mientras el agua caída se evaporaba.
El viento seguía golpeando con fuerza, levantaba faldas como sombreros, despeinaba y aturdía. Susurraba potentes declaraciones mientras acariciaba con frialdad sus oídos al pasar.
Se detuvo, no por voluntad. Su pavor siguió creciendo. Comenzó a apretar su estòmago, a tensar los músculos del abdomen mientras se imaginaba el filo frío y la rohosa textura del cuchillo oxidado sobre su piel tibia.
Nos bajamos del avión ansiosos y no era posible simular nuestras sonrisas grandes mientras las colas de nuestros abrigos se ondeban al son de la bienvenida silenciosa.
Con el cuchillo en su mano se estremeció, pero al superarlo, se acercó. Mataría de nuevo.
Aturdido y congelado se quedó mientras veía como el agresor corría alarmado. Revisó su costado para encontrar sólo un rasguño. Extrañamente se encontraba defraudado. No se fue tranquilo. Después de veinte días hospitalizado, la infección se había dispersado con éxito en su cuerpo, así como una persevarante gota de agua permea un trapo. Moría. A un lado de su cuchillo mohoso, pendió colgado, dando fin al reloj que marcaba el tiempo de su existencia.

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